Hace mucho tiempo en una tierra no muy lejana, vivía una
mujer llamada Sara Juana, dueña de un gran castillo surrealista en el pueblo
Telaraña. Ella era una mujer alta y fornida, de pobladas cejas, nariz aguileña
y labios invisibles; solía pasear por su jardín de avellanas y su bella sonrisa
de dientes chuecos y amarillentos siempre complacía a quienes no estaban viendo,
pero contrastando con su fealdad física, estaba su ternura y sencillez, su
incansable amor por cualquier creatura que viviera a su alrededor.
A Sara Juana le regalaron 10 perritos el día
de su cumpleaños que se le fueron muriendo uno a uno de extrañas maneras que no
creía posibles, pues tenía varios vasallos que se encargaban especialmente de
cuidar a los cachorritos. El primero se cayó a la nieve de la torre más alta
del castillo y le quedaron solamente nueve, de esos nueve que quedaban, uno se
atragantó con un bizcocho y nomás le quedaron ocho. De los ocho que quedaron a
uno le cayó un cohete y nomás quedaron siete, de esos siete que quedaron a uno
le picó un ciempiés y nomás quedaron seis. De esos seis dos se batieron en
duelo con un gato y ya nomás quedaron cuatro. Y así poco a poco el castillo fue
quedándose sin los ladridos de aquellos cachorritos tan juguetones y
consentidos. Cuando sólo quedaban dos,
Sara Juana descubrió que uno de los sirvientes, irónicamente llamado Canuto y que
odiaba el ruido y desorden que aquellas pequeñas e indefensas creaturas del
Señor impregnaban en el tranquilo y
silencioso castillo, había sido el responsable de aquellas tristes
desapariciones. Pero el sirviente, al ser descubierto y condenado por Sara
Juana a la guillotina, se escondió en una de las 1000 habitaciones de aquél
castillo casi laberinto.
Sara Juana tenía que tomar cartas
en el asunto y así decidió traer al príncipe Azul Encantado de una tierra muy
lejana, en la que se decía era el amado de una princesa que yacía muerta en un
ataúd de cristal en un bosque custodiado por siete enanitos. Al príncipe Azul
Encantado se le encomendó la tarea de buscar al horrible y despiadado sirviente
culpable de homicidio canino, como lo había declarado Sara Juana. Azul
Encantado sopló y sopló, pero el aliento no le alcanzó para sacar volando al
homicida canino. Azul Encantado blandió su espada y combatió al viento, pero el
sirviente no apareció. Subió las escaleras infinitas, abrió cada puerta que encontró
pero Canuto seguía suelto en algún corredor. Y Azul Encantado dio vueltas por
todo el castillo, subió y bajó, abrió y cerró puertas por montón, voló y
corrió, brincó y gateó, pero en 3 meses no lo encontró. Fue hasta que un día que vencido por la fatiga y la frustración, iba caminando hacia los aposentos de
Sara Juana para informarle su derrota cuando alguien le llamó. Era una gorda
mujer dentro de un retrato. La señora le informó que había visto a un señor, de
larga barba y aspecto un tanto descuidado, que paseaba maldiciendo hasta las
grietas que recubrían las paredes de cada salón. Cada noche pasaba por ese lado
del castillo, distraído. Y fue gracias a la señora gorda que Azul Encantado pudo
encontrar al mal viajado Canuto, que después de tanto sólo fue sentenciado a
cuidar a los perros todo el año.