jueves, 1 de diciembre de 2011

Sara Juana y los diez perritos.


Hace mucho tiempo en una tierra no muy lejana, vivía una mujer llamada Sara Juana, dueña de un gran castillo surrealista en el pueblo Telaraña. Ella era una mujer alta y fornida, de pobladas cejas, nariz aguileña y labios invisibles; solía pasear por su jardín de avellanas y su bella sonrisa de dientes chuecos y amarillentos siempre complacía a quienes no estaban viendo, pero contrastando con su fealdad física, estaba su ternura y sencillez, su incansable amor por cualquier creatura que viviera a su alrededor.
 A Sara Juana le regalaron 10 perritos el día de su cumpleaños que se le fueron muriendo uno a uno de extrañas maneras que no creía posibles, pues tenía varios vasallos que se encargaban especialmente de cuidar a los cachorritos. El primero se cayó a la nieve de la torre más alta del castillo y le quedaron solamente nueve, de esos nueve que quedaban, uno se atragantó con un bizcocho y nomás le quedaron ocho. De los ocho que quedaron a uno le cayó un cohete y nomás quedaron siete, de esos siete que quedaron a uno le picó un ciempiés y nomás quedaron seis. De esos seis dos se batieron en duelo con un gato y ya nomás quedaron cuatro. Y así poco a poco el castillo fue quedándose sin los ladridos de aquellos cachorritos tan juguetones y consentidos.  Cuando sólo quedaban dos, Sara Juana descubrió que uno de los sirvientes, irónicamente llamado Canuto y que odiaba el ruido y desorden que aquellas pequeñas e indefensas creaturas del Señor impregnaban en el  tranquilo y silencioso castillo, había sido el responsable de aquellas tristes desapariciones. Pero el sirviente, al ser descubierto y condenado por Sara Juana a la guillotina, se escondió en una de las 1000 habitaciones de aquél castillo casi laberinto.
Sara Juana tenía que tomar cartas en el asunto y así decidió traer al príncipe Azul Encantado de una tierra muy lejana, en la que se decía era el amado de una princesa que yacía muerta en un ataúd de cristal en un bosque custodiado por siete enanitos. Al príncipe Azul Encantado se le encomendó la tarea de buscar al horrible y despiadado sirviente culpable de homicidio canino, como lo había declarado Sara Juana. Azul Encantado sopló y sopló, pero el aliento no le alcanzó para sacar volando al homicida canino. Azul Encantado blandió su espada y combatió al viento, pero el sirviente no apareció. Subió las escaleras infinitas, abrió cada puerta que encontró pero Canuto seguía suelto en algún corredor. Y Azul Encantado dio vueltas por todo el castillo, subió y bajó, abrió y cerró puertas por montón, voló y corrió, brincó y gateó, pero en 3 meses no lo encontró. Fue hasta que un día que vencido por la fatiga y la frustración, iba caminando hacia los aposentos de Sara Juana para informarle su derrota cuando alguien le llamó. Era una gorda mujer dentro de un retrato. La señora le informó que había visto a un señor, de larga barba y aspecto un tanto descuidado, que paseaba maldiciendo hasta las grietas que recubrían las paredes de cada salón. Cada noche pasaba por ese lado del castillo, distraído. Y fue gracias a la señora gorda que Azul Encantado pudo encontrar al mal viajado Canuto, que después de tanto sólo fue sentenciado a cuidar a los perros todo el año.

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